Artículo publicado en el extra de fiestas de "El Cruzado Aragonés". Septiembre de 2014.
Para los que nacimos en la década
de los 60, aquel descampado, hoy cívicamente reconvertido en amplio aparcamiento,
fue durante muchos años lo que hoy son las colonias urbanas, los campus
de futbol, etc. Solo que entonces no había monitores, ni horario, ni programa,
ni cuotas a fin de mes. Aunque eso sí, teníamos lo fundamental: un largo verano
por delante y poco que hacer en casa.
Por alguna razón que desconozco
los chavales hasta los 15 años no tienen mucha afición por algo tan conveniente
como la siesta, aunque estén cayendo 40º y sean las 4 de la tarde. Los
que ahora tenemos hijos sabemos lo que es que no te dejen ni echar una
cabezadita a esas horas en que la conciencia se presta a darnos una tregua
reparadora. Justo en ese trascendental momento, nuestros queridos retoños suelen
poner todo su empeño en mantenerle a uno despierto con los métodos más crueles
y refinados; peleas furibundas, gritos espeluznantes, estentóreas risotadas,
etc. Pero como decía, por aquella época, era acabar de comer y, al menos mi
hermano y yo, nos tirábamos a la calle sin esperar a ver que decía el hombre
del tiempo ni nada. No sé si mis padres se echaban la siesta o no, pero si no,
desde luego que no era por nuestra culpa.
Para hacer hora mientras bajaba
el resto del personal nos entreteníamos intentando
capturar alguna lagartija hurgando con palos en el muro que daba a la plaza de Guisar.
En una casa de esa misma plaza pasaban los veranos un par de chicos de
Barcelona, el Oscar y el Robert con los que hicimos amistad. Entre ellos se
llamaban así, con el “el” delante, cosa que nos chocaba un poco, pero que
debía de ser normal en aquellas tierras. Su madre, que también los llamaba de esa
forma, nos daba de merendar tomate rallado con azúcar y pan. Algo también
extraño, pero que tras las primeras reticencias nos zampabamos sin mayor
objeción. Como eran de Barcelona, tenían muchas más cosas que contarnos que
nosotros a ellos. De las más recurrentes eran las historias sobre bandas
callejeras que hacían la vida imposible a cualquiera que no fuera lo
suficientemente duro para plantarles cara. Menos mal que yo vivía en Barbastro,
si no difícilmente hubiera sobrevivido en un ambiente tan salvaje.
Hablando de meriendas, recuerdo
una en concreto que me impactó la primera vez que la vi y que todavía evoco
cada vez que veo unos pimientos verdes frescos. Décadas antes de que Ferrán
Adriá pusiera de moda la deconstrucción en la cocina, aquí ya se había llegado
mucho más lejos. Estando yo bajo el gran plátano que todavía da sombra frente a
lo que queda del Moliné veo llegar a un chaval con un pimiento verde en una
mano, cogido a modo de cucurucho, y casi media barra de pan en la otra. Al
acercarse observo que el pimiento, al que se le ha quitado la parte del tallo y
las semillas, está lleno de aceite de oliva. En él, el oficiante va untando el
pan alternando con mordiscos al propio pimiento conforme va disminuyendo el
nivel del aceite. ¿Puede haber algo más minimalista y moderno? Lo dudo.
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Plaza de Guisar, en frente estaba el solar al que llamábamos "La huerta Maza". Foto del padre Castell, gentileza de Paco Molina. |
Pero volvamos al tema. Después de
la merienda, cuando el sol ya aflojaba un poco, llegaba el plato fuerte: el partido de futbol. Y entonces era
cuando los menos dotados para el deporte nos dejábamos de fantasías y pasábamos
a ocupar el lugar que realmente nos correspondía en la escala social: el
último. Una pareja de los que se autoproclamaban mejores, aunque a veces solo
eran los más gallitos, lo que a efectos de escalafón venía a ser lo mismo,
echaban pies y empezaban a elegir alternativamente a los miembros de cada equipo.
Al final siempre quedábamos los mismos. Y entonces llegaba uno de los momentos
más humillantes que un ser humano puede vivir:
– Venga – decía uno de los capitanes – te doy a estos tres y me quedo con el flaco.
– Vale. – zanjaba el otro.
Yo estaba entre los tres.
Un diálogo similar a este supongo
que habría sido habitual en los mercados romanos de esclavos cuando se remataba un trato.
A pesar de todo, incluso los que
jugábamos de relleno, pasado ya el mal trago de las alineaciones, vivíamos aquellos
interminables partidos con verdadera pasión. Apurábamos hasta que ya no se veía
ni la pelota. Solo entonces nos despedíamos emplazándonos para el día siguiente
y nos íbamos a casa a cenar, resudados y con la cabeza llena de las historias
que habíamos oído, de las jugadas que habíamos hecho, de los goles que habíamos
metido. De aquella segada que le hice al
delantero del equipo contrario y que mereció aquel “bien hecho Puertas”, de mi
capitán, que me hizo sentir por una vez parte
importante del equipo y que paladearía tantas veces aquella noche, y muchas otras
noches, mientras caía rendido soñando con futuras jugadas. Jugadas que mi mente
hilvanaba con mucha más gracia que mis piernas. Quién sabe, quizá al día siguiente podría
rozar otra vez la gloria. Aun quedaba tanto verano por delante.