viernes, 29 de julio de 2022

Perdición

El otro día vi por ahí un mensaje que me pareció muy esclarecedor:

 "Cuando los teléfonos estaban sujetos a un cable, el ser humano era libre".

Probablemente, acabada de leer esta frase, levantaría la mirada de mi móvil y vería al resto de mi familia en la misma posición que yo: ensimismado cada uno en su pantallita. Y puede que en ese momento me dieran ganas de estampar el teléfono contra el suelo, patearlo como un loco y fumarme acto seguido un cigarro tranquilamente despatarrado en el salón de casa. 

Pero como soy una persona formal y pacífica, y hace más de veinte años que dejé el tabaco, me contuve, respiré  y dejé correr el asunto.  Y me conformé con preguntarme en qué momento de la historia de la telefonía se empezó a torcer todo. Y  entonces me acordé de aquella anécdota del contestador automático, quizá el inicio de todo esto, que ya conté hace años pero que creo vale la pena recuperar ahora. Ahí va.

Sería a principios de los 90, cuando los móviles no existían ni en las pelis de James Bond. Había puesto mi  piso del pueblo en alquiler y en el anuncio figuraba el  teléfono fijo que tenía allí, claro, y como entonces no estaba mucho por casa me hice con un contestador automático, que era un aparato que había que enchufar al teléfono si querías que la gente pudiera dejarte un mensaje cuando no estabas. Qué cosas, verdad. 


Contestador automático de los años 90. Así como los modelos anteriores grababan en cintas de cassette, estos ya no necesitaban  soportes magnéticos. 


El caso es que tras varios días sin aparecer por el pueblo nos acercamos mi amigo Joaquín y yo a ver si había alguna llamada interesándose por lo del piso. Le dimos al "play" y escuchamos las grabaciones. Había bastantes. Muchas sin interés. Pero la que nos hizo reír  y nos conmovió al mismo tiempo y hoy todavía recordamos bastante a menudo, es la que intentaré transcribir a continuación:

— Click

— Este es el contestador automático del 97431... , si quiere dejar algún mensaje hágalo después de la señal. (Esto es lo que oiría más o menos la persona que dejó el mensaje)

— 

— 

—  piiiiiiiip (la señal)

— 

—  Cloing-Cloing (ruido de monedas tragadas por el aparato de una cabina telefónica)

—  ¡! (Alboroto que denota dos o tres mujeres dentro de la cabina)

—  ¡Oigaaaa! (Con voz suplicante y un tanto descompuesta)

—  ¡pero no ves que no hay nadie, Paqui, que es un contestador de esos! (La que asesora a Paqui por detrás)

—  ¡Hostia puta, pues se me ha tragao una moneda de 500!

—  ¿Que has echao cien duros? ¿No tenías na más pequeño o qué?

—  ¡No, no tenía otra cosa joder! (aumenta el alboroto en el hábitáculo)

—  ¡Pues dí algo Paqui!

—  ¡Qué voy a decir...no ves que es una máquina!

—  ¡Ayyyyyyyyy! (Voz lastimera, casi un llanto)

—  ¡Esto es la perdición del ser humano! (con la misma voz lastimera)

—  click

— 

—  tu tu tu tu tu.. (Han colgado el teléfono)

Desde aquel día, la última frase de Paqui se ha convertido para mi amigo Joaquín y yo en un comodín que usamos habitualmente y que cuando estamos juntos surge al unísono cuando nos topamos con cualquiera de los múltiples desatinos que lleva aparejados el vertiginoso progreso tecnológico en el que  intentamos sobrevivir día a día.

¡Ay Paqui! ¡Cuántas veces nos hemos acordado de ti!  

martes, 12 de julio de 2022

La fábrica de sueños

Mi abuelo era carpintero. Y la primera gran decepción que se llevó conmigo, el hijo mayor de su única hija, debió de ser el día que le dije, siendo yo un crío todavía, que era alérgico a la madera. Naturalmente ningún médico me había diagnosticado de tal dolencia.  En realidad lo que me pasaba era que me  incomodaba enormemente aquel ambiente siempre lleno de polvo de serrín, el ruido de las máquinas y sobre todo, aquel tacto áspero de la madera seca de haya. Si hubiera sido pino, con su fragante aroma a montaña, pero no, era haya seca. Y yo era así de repelente y tiquismiquis de chaval. 

Años 30. El taller de mi abuelo, Domingo Puertas, en su primera época. En las facturas figuraba como ”Fábrica”. Él es el de la izquierda, con chaleco. Su hermano Cándido es el otro con la misma prenda. Los dos que recogen mangos del suelo eran de relleno, para aparentar. Ya funcionaba el márketing por aquél entonces.

Total que el pobre hombre vio claramente que su ojito derecho no tenía ninguna intención de seguir con el negocio familiar. A pesar de esa perspectiva poco halagüeña, seguí siendo su nieto favorito. Y yo continué frecuentando el taller, así lo llamábamos siempre, para cualquier cosa que no fuera trabajar, porque entonces, claro está, aparecía mi supuesta alergia.


Lo bueno del taller era que cuando las máquinas dejaban de atronar y el polvo del serrín se había asolado, se convertía en el lugar perfecto  para idear o construir cualquier cosa. Había montones de herramientas de todo tipo y maderas de todas las formas y tamaños. ¡Incluso había listones y tablas de pino! Con una de aquellas tablas recorté la caja de la guitarra eléctrica con la que actuamos aquel día de la foto. Debía de ser el año 1980. Desde luego aquello no era la obra de un luthier, pero funcionaba y no desentonaba demasiado. Y la había hecho yo, lo que me llenaba de orgullo y satisfacción.


Grupo actuacion lit.jpg
1980. Nuestra primera y única actuación. Una carrera breve pero intensa. De izquierda a derecha: Pepe Canut, Carlos Lueza, Jesús Gracia, yo con mi guitarra casera de color naranja y Juan Carlos Lalueza. 


Otro de los logros salidos de aquel lugar y quizá el que más éxito tuvo fue una bola de espejos, como las que había entonces en las discotecas. En el taller, que también era cristalería y tienda de enmarcaciones, ramas del negocio en las que sí me impliqué durante las vacaciones y demás, había material de sobra. Lo único que necesitábamos era una esfera sobre la que pegar los cuadraditos de espejo que íbamos recortando. Lo más apropiado que encontramos fue un tipo de pelota de plástico que había en aquella época que era hueca y sin presión. Como pelota para jugar era bastante mala porque le dabas dos patadas y se abollaba, pero para nuestro propósito era ideal, pues podías agujerearla (para colgarla del techo) y pesaba poco. La compramos en "El Barato", junto con su cubo, su pala y su rastrillo. Era el kit completo o nada.


En el garito que teníamos en la falsa de la casa de Jorge Pascau funcionó durante varios años y con notable éxito la famosa bola de espejos. ¡Qué guateques montábamos!


Mi padre también trabajaba en el taller, más por las circunstancias, se casó con la hija de mi abuelo, que por vocación de ebanista. Porque él era tratante, oficio que aprendió de su padre, mi abuelo Antonio,  en sus años jóvenes en La Fueva. Su querencia por el asunto le hizo reconvertir el negocio, tras la muerte de mi abuelo, en una compraventa de antigüedades, mueble rústico y restauración. A este último asunto se acabó dedicando mi hermano, que tenía, y tiene,  buenas manos para la madera.


Como es natural, mi padre quiso imbuir en su primogénito aquel espíritu negociante que él tenía. Desgraciadamente también a él lo decepcioné. Por si el hombre no se había dado cuenta de mis escasas aptitudes para el trato, el gitano Pedro se lo dejó bien claro una calurosa tarde de verano.  A regañadientes, acompañé a mi padre a ver algún mueble que el otro quería enseñarle. Nada más verme y tras presentarme mi padre, sentenció: "Este chico no tiene mordiente". Aquellas palabras debieron de caer como una losa sobre  las expectativas de mi progenitor. Yo en aquel momento, aunque entendí perfectamente lo que significaban, no me di cuenta de su verdadero alcance: mi futuro como emprendedor, mucho antes de que se pusiera de moda tal palabra, era nulo. Y así lo confirmaron los años. Jamás he sido capaz de montar ningún tipo de negocio por mi cuenta. No todos valemos para empresarios. Qué se le va a hacer. Pero eso sí, que me quiten lo vivido… y lo soñado aquellos años.



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