Este relato de "humor hiper breve", que presenté con escaso éxito al concurso con ese nombre que se convocó en mi pueblo hace unos meses, cuenta una anécdota estrictamente real que viví a mediados de los 70 en un pueblecito del pirineo donde pasaba unos días con mi abuelo. Puede que no sea gran cosa, pero al menos breve, sí es.
Era una bochornosa tarde de agosto. Con catorce años, algo de sobrepeso y una clara propensión a la vagancia, todavía no había caído yo en el vicio de la siesta, por lo que a esa hora solía dedicarme a holgazanear por las calles del pueblo donde veraneaba. En eso estaba cuando vi a una parejita en los veladores de la plaza a la que servían dos cocacolas en dos vasos altos rebosantes de hielo y limón. El chisporroteante sonido, la melena rubia de ella y millones de dólares en publicidad, causaron un efecto fulminante en mi córtex cerebral. —80 pesetas, —oí decir al camarero. «Con 150 que tengo me da para 3, pero si…». Creyéndome dotado de una inteligencia superior, crucé la calle y entré en la única tienda que había por allí. 13 pesetas la botella. «Jajaja. ¡Qué chollo!» —me dije. Al salir, exultante, noté que la temperatura del refresco, que no había pasado por la nevera, claro, no era la óptima, pero bah, tampoco había que ser tan exquisito.