domingo, 20 de octubre de 2024

Barbastro - Zaragoza: el viaje

Este texto aparece en el libro Azules y Tierras. Barbastro y otros mundos. Un gran libro sobre la memoria en el que tuve el honor de participar junto a más de 160 firmas, muchas de reconocido prestigio, gracias a la inciciativa y coordinación de Juan Carlos Ferré y que se publicó en 2022 a beneficio de la Asociación Alzheimer de Barbastro Somontano.


Barbastro - Zaragoza: el viaje

Abril de 2021. Este fin de semana deberíamos haber ido a dar una vuelta por la casa de Barbastro. Con esto de la pandemia en un año casi no hemos aparecido por allí. Y hay que ir al pueblo de vez en cuando. Estuvimos hablando del asunto mi mujer y yo, pero ninguno de los dos mostró una urgencia excesiva. Total, que aquí nos hemos quedado. En Zaragoza.  Nunca he sido de mucho viajar.

Después de todo este tiempo casi sin salir de casa,  así como mucha gente está loca por tirarse a la carretera, a mi resulta que me da más pereza que antes  lo de hacer las maletas, coger el coche y todo eso. No sé si será una especie de síndrome de Estocolmo o qué. En fin. Quizá la semana que viene nos animemos.

Este asunto me ha traído a la memoria los viajes que hacíamos con mi familia a la capital maña cuando era yo un crío, en los 70. Íbamos una o dos veces al año. Era un viaje importante. Solíamos aprovechar el día de San Ramón del Monte, por ser fiesta local en Barbastro.  Mi madre, mi hermano y yo viajábamos detrás y mi abuelo Domingo al lado de mi padre que conducía su flamante 600 descapotable de color beige. Cuando veo uno de esos hoy, aparte de la ternura que me inspira,  me parece que estoy ante un coche de juguete. Solo meternos allí los cinco era ya una aventura. Y claro, el viaje era toda una odisea. 

Al pasar por El Pueyo mi madre nos hacía rezar un avemaría para que la Virgen nos protegiera de los peligros que nos esperaban. No era para menos. La  estrecha y bacheada carretera se las traía. Sobre todo en las empinadas revueltas de bajada y subida que había que dar hasta cruzar el puente sobre el río Alcanadre a la altura de Lascellas. Por lo que nos contaban, muchos coches, incluso autobuses, se habían despeñado por aquellos desfiladeros. Daba miedo. Pero pasado ese mal trago tocaba atravesar Angüés y después Siétamo. En el primero de estos pueblos se solía parar a la vuelta a comprar pan o pastillos en la panadería que había en la  misma carretera. Tenían mucha fama. Aunque, en cuestión de pastillos, que me perdonen, pero el de calabaza, que es el que más me gusta, no alcanzaba ni de lejos el punto del que hacían y hacen en la panadería Sierra de mi pueblo.  

Pero volviendo al viaje, al  rato estábamos pasando por el centro de Huesca. Allí, alguna vez parábamos a la ida o a la vuelta a tomar un chocolate con nata o  una copa de nata a palo seco en la Granja Anita. Era algo sublime que no habíamos visto nunca en Barbastro. Faltaban siglos para que se inventaran los sprays que venden en los supermercados  y que ahora conocen tan bien en la mayoría de bares y restaurantes. Allí tenían una máquina que hacía nata de verdad. Chantillí, le llamaba la gente fina. Un placer solo comparable a un buen chute de leche condensada directamente del tubo. Una locura. 

Aunque ya digo que no siempre se paraba en Huesca. Siguiendo la ruta, lo que sí era obligatorio a esas alturas del trayecto, era la parada a media mañana en Las Parras de Zuera. Había un amplio aparcamiento de tierra y gravilla al otro lado de la carretera en el que siempre había montones de coches y camiones, señal inequívoca de los sitios en los que hay que detenerse, sí o sí,  a reponer fuerzas. Se debía tener mucho cuidado al cruzar, pues también allí había muerto mucha gente atropellada, según decían. Y el sitio estaba siempre abarrotado. Pero valía la pena arriesgarse. ¡Ah, aquellos bocadillos de tortilla recién hecha! Creo que solo  los que nos zampábamos con los amigos  en el bar París de la calle Monzón, años después, alcanzaban ese nivel. Desde luego, es lo que requería un viaje de aquella envergadura. Así que, ya con fuerzas renovadas, encarábamos la última etapa hasta Zaragoza. Así, de tirón. ¡Bueno era mi padre con el seiscientos!

Aparcábamos el coche, no era cuestión de dejarlo por ahí en cualquier sitio,  en el garaje de la Posada de las Almas, donde más tarde comeríamos el menú del día. Creo recordar aquel vetusto comedor iluminado con una gran vidriera de Los Borrachos de Velázquez. Un lugar mágico con más de tres siglos de historia que desgraciadamente cerró ya hace unos años y  por el que todavía rondarán los espíritus de sus huéspedes, famosos toreros, artistas, políticos  y hasta el mismísimo Goya, según las crónicas.

Y ya a pie, empezábamos el recorrido habitual por la ciudad. Las bombas del Pilar era lo que más nos interesaba a mi hermano y a mí. Después,  las escaleras mecánicas del Sepu, donde además, siempre nos compraban alguna cosa. Luego, a Hierros Alfonso, en el Coso, la ferretería total, que sigue siendo hoy uno de los mejores lugares para  encontrar cualquier cosa que uno necesite al modo tradicional, es decir, preguntando al personal de la tienda. Esta era siempre una visita obligada por motivos comerciales. Mi abuelo compraba allí, al por mayor, clavos, tornillos, etc., y él a su vez les suministraba, esto ya por Transportes Viñola o Casasnovas, mangos de guadaña y sillas plegables que "fabricábamos" en el taller familiar. Lo pongo entrecomillado porque yo, como ya he contado en alguna ocasión y para disgusto de mi abuelo y mi padre, pronto me declaré unilateralmente alérgico a la madera. Qué paciencia tuvieron conmigo. 

Después de comer, paseábamos un rato por la calle Alfonso y entrábamos en los almacenes Gay, que también tenían escaleras mecánicas. ¡Qué maravilla! Luego comprábamos frutas de Aragón y adoquines de caramelo para algún compromiso, ya se sabe, lo normal cuando se viaja, y preparábamos la vuelta a casa, que mi hermano y yo haríamos medio dormidos después de tanta peripecia. Soñando con lo que íbamos a fardar al día siguiente con aquellas camisetas rojas con un escudo y aquellas cantimploras de plástico azul que nos habían comprado.  Me río yo de Cancún. Aquello eran viajes.


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lunes, 5 de agosto de 2024

Nacido en la calle Las Fuentes

Artículo publicado en el librito que edita cada año para las fiestas  la asociación de vecinos del barrio de San Joaquín de Barbastro. La calle Las Fuentes es una de las más  representativas del barrio y del propio municipio.


Yo nací en esta calle, en el nº 44 para ser exactos, y, para ser más preciso aún, en el dormitorio de mis padres, que estaba justo tras uno de los dos balcones de la fachada principal. Mi madre, con la ayuda de la comadrona, llevó el asunto razonablemente bien, según me contó, aunque desde que empecé a asomar la cabeza a primera hora de la mañana estuve remoloneando un buen rato, como me confirmó  Avelina, de “Casa Latre”, vecina y amiga de mi madre desde niñas, que estuvo esperando impaciente a ver si nacía. Había dejado abajo el carro lleno de  verduras para ir a su puesto en la plaza del Mercado, muy cerca  del sitio que hoy ocupa el monumento a las hortelanas, magnífica obra en bronce de José Noguero, oriundo por cierto de la misma calle Las Fuentes, donde su padre tenía una carpintería.

Por aquel tiempo, Antonio, padre de Avelina, estaba construyendo, pared con pared con nuestra casa, el edificio alto de pisos de alquiler por el que tantas familias de Barbastro y de fuera pasaron hasta principios de los 90. El mismo Antonio, al poco de nacer yo, fue el que oyó los gritos y saltó por el tejado hasta la falsa de  casa para auxiliar a mi madre, que, conmigo en brazos, intentaba defenderme del ataque furibundo de un gato que, no se sabe por qué, saltó sobre ella y sobre mí con una saña inusitada. Yo no sufrí ni un arañazo, pero mi madre estuvo tiempo recuperándose de las heridas que le provocó el animal. Me contó varias veces aquel extraño suceso, en el que el gato acababa dentro de un saco en el fondo del río Vero. En aquellos años no se andaban con chiquitas. 

Acabada la obra, los bajos se utilizaron mucho tiempo como vaquería, por lo que,  ya de chaval, mi madre me mandaba a diario a por la leche recién ordeñada. Para ello utilizaba el mismo cazo vitrificado, azul por dentro y marrón por fuera,  en el que  se herviría después. La propia Avelina se encargaba de llenarlo con una vetusta medida de medio litro que sumergía en la enorme lechera de aluminio que tenían en la cocina de casa. No resultaba muy cómodo transportar aquel recipiente casi lleno sin tapa y sujeto por un asa lateral que pesaba lo suyo, pero,  en compensación, una vez fría y azucarada, me solía  zampar, a cucharadas o sobre una rebanada de pan, la generosa cantidad de nata que se quedaba en la superficie tras el hervor. Una delicia.

Hablando de delicias, recuerdo perfectamente el intenso aroma a tomate que en verano inundaba la calle, especialmente cuando se embotellaba, con ayuda de un embudo y una  aguja gorda de las de hacer media. En aquella época no eran comunes los botes con tapa a rosca por lo que las botellas de vino o licores eran el único recipiente apropiado para conservar durante el resto del año aquellos excedentes de tomate. En mi casa no teníamos huerta, pero sí muchas familias amigas de la propia calle que nos suministraban de todo y en cantidad. ¡Qué suerte la nuestra!

Justo en frente del balcón que he comentado al principio,  donde pasábamos muchos ratos en verano con la persiana a modo de toldo, había un almacén del ayuntamiento en el que se guardaban los útiles de la limpieza urbana. Pasé horas mirando al personal que entraba y salía de allí con aquellas enormes y rústicas escobas y aquellos carros grises con cubos de cinc en los que se recogía la basura. No es de extrañar que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, dijera sin dudar: “barrendero”, lo que provocaba la lógica sorpresa de quien solo pretendía ser cortés, ante  mi madre o mi padre, con aquel crío cabezón y timiducho  que era yo.

Calle Las Fuentes desde el balcón de mi casa en los años 70. A la derecha, Casa del Guish, ya desaparecida, que lindaba con el almacén municipal hacia el que se dirigían los operarios del centro de la imagen


Otro de los entretenimientos en aquel balcón era ver el trasiego de remolques cargados de olivas, camiones cisternas y demás  que generaba el molino de Aceites Noguero, que estaba justo al lado del local del ayuntamiento. El intenso aroma de las aceitunas maduras rezumando su apreciado néctar  persiste en mi memoria tanto como el de los tomates, o el del pan con vino y azúcar en las tardes de verano. 

Está claro que no se es (o no se debería ser) más ni menos por haber nacido en un sitio o en otro, pero lo que sí es seguro es que el lugar y la época en que uno creció, sus gentes, sus circunstancias, conforman una parte importante de lo que uno acaba siendo.  Algo que permanece para siempre y que, en mi caso, me permite decir con orgullo: “Soy de Barbastro, nacido en la calle Las Fuentes”.

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domingo, 14 de enero de 2024

El sueño de Dominic

Tras el éxito obtenido el año pasado con el cuento titulado "¡Chas!" este año he repetido con este otro. Esta vez, el tema era "inclusión y medio ambiente". 

Ahí va:



El sueño de Dominic



En un lugar recóndito del África Central. 2003.


Hacía unas horas que se habían apagado los motores. Un silencio bullicioso de humedad y vida volvía a llenarlo todo,  como si nada hubiera pasado, como si los bulldozers no acabaran de  rasgar con sus zarpas aquel bosque milenario. Una herida roja y profunda de barro y raíces sangrantes palpitaba  ante la mirada entre incrédula e indiferente  de monos, serpientes y otros habitantes de la selva. Dominic y los suyos, sin embargo, sí sabían qué significaba todo aquel desastre. Desde que llegaron las primeras máquinas que taladraban la tierra dos años antes todos decían que iban a abrir una mina para extraer la piedra negra. Cuando empezaran a machacar y lavar el mineral, el fértil valle en el que familias como la suya vivían de la mandioca, el  café, el azúcar, quedaría cubierto de un lodo oscuro que arruinaría sus tierras para siempre. Eso contaban que había pasado en valles vecinos.  Su padre y otros como él habían protestado ante aquel atropello, pero los soldados se los llevaron y nunca más se supo de ellos. Esa noche, Dominic sintió que aquella llaga en la jungla  se abría en su pecho con tal violencia que el grito que salió de su garganta acalló por unos instantes el estruendoso fragor de la selva.



Isla del Hierro. 2005


Por primera vez desde hacía mucho, al sentir la ropa seca y el abrazo de aquella mujer joven que lo miraba con ternura, Dominic se echó a llorar. Lloró durante mucho rato, hasta que los sorbos a un tazón de sopa caliente consiguieron serenarle. Cuando le preguntaron su edad, dijo que tenía 13 años, aunque no estaba muy seguro. Desde que tuvo que abandonar el poblado, su vida había sido tan desgraciada que  sobrevivir día a día e intentar salir de aquella miseria se habían convertido en su única y agotadora ocupación. Al poco, empezó a notar que el aire salado ya no le quemaba la garganta y vio que el sol volvía a brillar en el horizonte con aquella luz que le recordó a la que iluminaba la plaza de su aldea a la hora del recreo. Sí. Ahora podría volver a pensar en el futuro otra vez.



París. 2023


Agencia EFE.  El Dr. Dominic Rêveur, que dirige el departamento de desarrollo de  materiales para las nuevas tecnologías y el medio ambiente del prestigioso instituto INTCZ, cuyos laboratorios principales se encuentran en Zaragoza,  presentó ayer ante la comunidad científica los alentadores resultados que están obteniendo con los nuevos materiales sintéticos a base de carbono y sílice que sustituirán muy pronto a los que hasta ahora se extraían de minerales como el Coltán, que tantos desastres humanos y ambientales han generado y todavía generan en muchas regiones del mundo, principalmente en el África Central. 



Vuelo París Beauvais-Zaragoza. Horas más tarde


Dominic, reclinado en su asiento del avión, repasaba la parte final de la nota  que le habían pedido desde el Instituto para enviar a los medios:


…“Los avances científicos pueden ser y serán de gran ayuda para lograr un futuro mejor para la sociedad y el medio ambiente,  pero si estos avances no van acompañados de unas políticas valientes que favorezcan la verdadera cooperación y la paz entre los pueblos de la tierra, de muy poco servirán. Mientras nuestros dirigentes se dejen llevar por el egoísmo y los intereses económicos  en vez de dedicar su esfuerzo a luchar por la solidaridad entre las naciones y por la igualdad entre todas las personas, de poco valdrá todo el trabajo que muchas de estas personas hacen en el campo de la ciencia para que nuestros hijos puedan vivir en un mundo mejor, más humano y sostenible”.


Cerró el portátil y cogió el móvil. Había prometido  a su madre que la llamaría cuando acabara el acto y, con la vorágine de entrevistas y felicitaciones, todavía no lo había hecho. La pantalla negra reflejó su rostro cansado. Y durante un breve instante creyó  ver que los ojos que le miraban eran en realidad los de aquel niño asustado en medio de la selva. Miró por la ventanilla y allí seguía aquella mirada que ahora empañaba una lágrima  mientras la herida roja del atardecer se cerraba en el horizonte.


― Hola mamá. 


― Si. Todo ha ido bien. 

domingo, 3 de septiembre de 2023

Caminar o correr, esa es la cuestión.

De haber nacido hombre de armas en la Edad Media seguramente hubiera tenido la funda de mi espada hecha unos zorros, pero no por mi fiereza en combate, no es lo mío, sino por la de veces que me la habría tenido que envainar. Veréis por qué digo esto.

Si alguien ha seguido en este blog  mi pequeña trayectoria en esto del correr, sabrá que al principio ensalcé las virtudes de mi flamante Garmin, uno de los primeros relojes con GPS, para, al poco tiempo, renegar de su uso aduciendo que era más el estrés que me provocaba estar pendiente del aparatito, que lo que realmente me aportaba. También hice al poco una encendida soflama sobre la superioridad del trote frente a la caminata

Pues bien, respecto a lo primero, después de diez años sin ningún tipo de gadget, he vuelto a caer. En mi defensa diré que no ha sido por iniciativa propia, sino porque me  regalaron para  mi cumple uno de estos nuevos relojes deportivos que abultan lo que uno normal y te dan hasta la hora. La cosa es que desde que lo tengo me he habituado a llevarlo puesto todos los días en vez de el reloj clásico, creo que porque me reconforta ver que prácticamente siempre supero holgadamente el 100% de actividad física diaria recomendada. Uno es así de simple.

Y en cuanto a lo de correr o caminar, que es lo relevante, tengo que decir ahora que gracias al relojito este he descubierto que los beneficios que obtengo de la actividad física no dependen tanto de la intensidad del ejercicio como de la distancia recorrida. Es más, por lo que me dice mi reloj tras registrar dos sesiones de entrenamiento con distancias similares, caminar a buen ritmo 10 km quema mucha más grasa que si hago esa misma distancia corriendo:




No me creo a pies juntillas lo que dicen estos cacharros, sobre todo en las variables calculadas como las calorías quemadas y demás, pero aunque los números no sean muy precisos, al menos las tendencias supongo que sí tienen su fundamento. 

Pero es que aparte de los datos anteriores, que como digo pueden ser cuestionables, lo que también he notado es que desde que subo caminando a trabajar todas las mañanas, unos cuatro kilómetros, me encuentro tan en forma o más que cuando salía a correr tres o más días por semana (ahora salgo  una o dos veces). 

Que cada cual extraiga sus propias conclusiones.

 

domingo, 9 de julio de 2023

Un cinco no es suficiente

Uno se las da a veces de cultureta con criterio hasta que la realidad te agarra por los hombros y te dice: "Pero quién te has creído que eres, chaval". 

Eso me pasó más o menos aquella noche. Veréis. Habíamos acabado de cenar pronto y pensamos en ver alguna película. Solo quedaba decidir cuál. Casi nada. Mucho antes de que las plataformas llegaran para hacernos la vida más fácil y feliz, ¡Ja! te podías pegar un rato zapeando entre canales buscando algo interesante sin encontrar nada, sí,  pero ahora... ahora la cosa es mucho peor. Como las opciones son infinitas, si no tienes muy claro qué es lo que buscas, algo de lo más habitual al menos en mi caso, el fiasco está prácticamente garantizado. Y ya si estás tres o cuatro para ponerte de acuerdo, lo normal es no llegar a ningún consenso, obligando a los más prudentes a retirarse a sus aposentos antes de acabar a malas mientras tú acabas solo en el sofá amodorrándote con uno de los episodios de Viaje al centro de la tele. Tanta gaita para volver a La Primera y encima para ver lo mismo que veíamos en el siglo pasado. En fin. 


Pero ese día sí tenía una idea concreta. Un amigo me  había recomendado  "Cinco lobitos", película bien valorada por crítica y público por lo que enseguida hubo quorum y le dije a mi hijo que la buscara sin más. Vale. Con poner "cinco", será suficiente, convinimos ingenuamente los dos. Efectivamente, al momento nos aparecieron unas cuantas pelis que incluían ese numeral en el título, entre ellas la que queríamos, claro. 

El problema es que justo al lado nos apareció una cuyo título nos llamó poderosamente la atención: "El ataque del tiburón de cinco cabezas". Con ese nombre estaba claro que se trataba de un subproducto de ínfima calidad. Pero, no sé cómo, una mezcla de curiosidad y olor a sangre debió de nublar nuestro sentido común. Un rápido vistazo a Filmaffinity un 2,2 sobre 10 tenía de valoración―, nos terminó de convencer y dejó al descubierto nuestro lado más friki: una película tan mala merecía una oportunidad, nos dijimos. Y he de decir que la cinta, que visionamos de principio a fin los tres que estábamos en casa, cubrió totalmente nuestras expectativas. 

Días más tarde, ya recobrada en parte la cordura, vimos por fin "Cinco lobitos" y nos gustó mucho. Una película totalmente recomendable. Pero no sé por qué me da que después de leer esto habrá quién ponga "cinco" en el buscador y no pensando precisamente en los últimos premios Goya. No pasa nada. Hay momentos para todo.

martes, 20 de junio de 2023

Solo para adultos

Desde que los chicos son mayores, solemos, mi mujer y yo,  pasar unos días tranquilos en la playa a primeros de junio, cuando todavía puedes pasear por la orilla sin hacer equilibrios para no pisar a nadie. Se está bien, sí, aunque últimamente, serán cosas de la edad, empezaba a importunarnos demasiado la algarabía constante que montaban los críos en los hoteles a los que íbamos; en el comedor, en la piscina, por no hablar de las diabólicas actividades de animación con canciones infantiles a todo volumen que, curiosamente, solían empezar justo a la hora de la siesta. No podéis ni imaginar las estrofas alternativas que se me ocurrían en ese delicado momento cuando empezaba a sonar el "Veo veo, qué ves...". Así que este año, antes de que la cosa fuera a mayores, decidimos buscar un hotel "sin niños".   

Y por lo que pudimos ver, no éramos los primeros en relacionar relax vacacional con ausencia de chiquillería corriendo o berreando a tu alrededor: la oferta de este tipo de establecimientos es sorprendentemente abundante. En realidad, parece ser que no es legal prohibir el alojamiento de familias con hijos pequeños en ningún hotel de cualquier categoría, pero la sola recomendación "para adultos" junto con  la inexistencia de piscinas de chapoteo, tronas, menús infantiles, etc., suelen disuadir al más despistado. Total que reservamos nuestra escapada romántica en lo que parecía, por las fotos,  un hotel idílico especial para parejitas. ¡Qué emoción!


Una de las  imágenes promocionales de la cadena de hoteles con la etiqueta "solo para adultos" en la que nos hospedamos. 


Nada más llegar, para hacer hora mientras nos preparaban la habitación, nos fuimos a la piscina a refrescarnos un poco. Y sin necesidad de tocar el agua nos dimos un buen baño, pero de realidad. La media de edad rondaría los 70 años. De repente estábamos en una especie de previo de los viajes del Imserso muy distinto del glamuroso pack vacacional que creíamos haber contratado.  Me voy a dar un chapuzón, dije. Pues yo me voy a tumbar un rato al sol. El agua estaba agradablemente fría y las tumbonas eran magníficas.

Queríamos tranquilidad, y la tuvimos.  A paladas.  Y no teníamos nada que alegar. Elegimos un hotel solo para adultos, y aquello lo era. En vez de carritos de bebé, había andadores y sillas de ruedas. Al fin y al cabo, es lo que probablemente nos tocará utilizar en unos años. Y ya puestos, más vale ir haciéndose a la idea.

En fin. Un ejemplo más de cómo el devenir de la vida lo va poniendo a uno en su sitio, unas veces con  sutileza, otras bruscamente, pero siempre de forma inexorable. Da igual las ideas y fantasías que uno tenga en la cabeza. La vida  manda.

Aparte de todo, estuvimos de maravilla. Y es que, independientemente de la edad que uno tenga, si se tiene la suerte de tener más o menos para vivir y algo de salud, tanto si estás en tu pisito,  como en un hotel de lujo o incluso en el pueblo con los suegros, esto de estar por el mundo, no me digáis que no,  sigue siendo de lo más entretenido. 

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domingo, 12 de febrero de 2023

El jilguero y el Kindle

Hace ocho años una buena amiga de mi mujer le regaló este libro acompañado de una cariñosa nota manuscrita (por la que he sabido lo de los años). En ese tiempo, ambos, mi mujer y yo, hemos hecho algún intento de abordar la lectura de esta monumental novela, pero para enfrentarse a un tocho de casi 1200 páginas, hay que tenerlo muy claro. Y como siempre había  otras lecturas más ligeras a mano, no veíamos el momento de atacarlo. No obstante, en su defensa (del libro), tengo que decir que durante todos estos años ha mantenido intacta su dignidad: nunca abandonó su posición de privilegio sobre la mesilla de noche, eso sí, la de la casa del pueblo. Y como la perseverancia lo puede casi todo, al final, esta pasada Navidad le llegó su turno.

Después de volver a encontrarme por ahí con alguna elogiosa referencia a esta obra y aprovechando que tenía unos días de vacaciones pensé que sería una buena ocasión para enfrascarme en su lectura. Y así fue. La novela narra en  primera persona el tortuoso tránsito de la niñez a la edad adulta de un chico corriente que pierde a su madre en un dramático suceso que marcará toda su vida. Esto que podría parecer así una historia mas o menos convencional, se convierte en una  lectura apasionante gracias a las peculiares circunstancias que envolvieron aquel trágico incidente y a la magistral y cercana forma de narrar que tiene Theo, el protagonista por obra y gracia de la autora, claro—,  que hace que empaticemos inmediatamente con él y no tengamos gozosamente  mas remedio que acompañarlo hasta el final. 

El único problema que le encontré al libro era su volumen y su peso. Una cuestión ajena a su contenido pero que me hacía entre algo y bastante incómoda su lectura. Y es que para uno que está acostumbrado a leer en posturas más bien yacentes en el sofá o en la cama, tener un peso de casi kilo y medio apoyado en el esternón o, casi peor, sujeto en el aire con una o con las dos manos, resulta al cabo de un rato bastante engorroso, la verdad. Y es aquí donde la pura suerte vino a hacerse cargo del asunto de la forma más providencial, como sucede solo muy de vez en cuando.

En papel o en ebook. Un pedazo de libro.

Nunca nos habíamos interesado en casa por los lectores de ebooks, los llamados eReaders. Para qué más cacharros electrónicos habiendo libros de papel. Pero mira tú por dónde que justo en esos días previos a la Navidad, ya enganchado y un poco magullado— con "El jilguero". O sea que me vino como caído del cielo. Qué cosa más ligera y práctica. Y además se puede leer con la luz apagada sin molestar a nadie con la suave retroiluminación que incorpora. Una maravilla. 

Aunque cada vez que paso por la estantería y veo el ejemplar de papel, allí, anónimo, uno más entre  otros muchos libros que sí tuvieron la dicha de ser leídos página a página... Él que estuvo tantos años  junto a nuestra cama, como un perro fiel, esperando paciente nuestra atención. ¡Maldita sea!  Cuando lo veo allí, tengo que apartar la mirada.