Este texto aparece en el libro Azules y Tierras. Barbastro y otros mundos. Un gran libro sobre la memoria en el que tuve el honor de participar junto a más de 160 firmas, muchas de reconocido prestigio, gracias a la inciciativa y coordinación de Juan Carlos Ferré y que se publicó en 2022 a beneficio de la Asociación Alzheimer de Barbastro Somontano.
Barbastro - Zaragoza: el viaje
Abril de 2021. Este fin de semana deberíamos haber ido a dar una vuelta por la casa de Barbastro. Con esto de la pandemia en un año casi no hemos aparecido por allí. Y hay que ir al pueblo de vez en cuando. Estuvimos hablando del asunto mi mujer y yo, pero ninguno de los dos mostró una urgencia excesiva. Total, que aquí nos hemos quedado. En Zaragoza. Nunca he sido de mucho viajar.
Después de todo este tiempo casi sin salir de casa, así como mucha gente está loca por tirarse a la carretera, a mi resulta que me da más pereza que antes lo de hacer las maletas, coger el coche y todo eso. No sé si será una especie de síndrome de Estocolmo o qué. En fin. Quizá la semana que viene nos animemos.
Este asunto me ha traído a la memoria los viajes que hacíamos con mi familia a la capital maña cuando era yo un crío, en los 70. Íbamos una o dos veces al año. Era un viaje importante. Solíamos aprovechar el día de San Ramón del Monte, por ser fiesta local en Barbastro. Mi madre, mi hermano y yo viajábamos detrás y mi abuelo Domingo al lado de mi padre que conducía su flamante 600 descapotable de color beige. Cuando veo uno de esos hoy, aparte de la ternura que me inspira, me parece que estoy ante un coche de juguete. Solo meternos allí los cinco era ya una aventura. Y claro, el viaje era toda una odisea.
Al pasar por El Pueyo mi madre nos hacía rezar un avemaría para que la Virgen nos protegiera de los peligros que nos esperaban. No era para menos. La estrecha y bacheada carretera se las traía. Sobre todo en las empinadas revueltas de bajada y subida que había que dar hasta cruzar el puente sobre el río Alcanadre a la altura de Lascellas. Por lo que nos contaban, muchos coches, incluso autobuses, se habían despeñado por aquellos desfiladeros. Daba miedo. Pero pasado ese mal trago tocaba atravesar Angüés y después Siétamo. En el primero de estos pueblos se solía parar a la vuelta a comprar pan o pastillos en la panadería que había en la misma carretera. Tenían mucha fama. Aunque, en cuestión de pastillos, que me perdonen, pero el de calabaza, que es el que más me gusta, no alcanzaba ni de lejos el punto del que hacían y hacen en la panadería Sierra de mi pueblo.
Pero volviendo al viaje, al rato estábamos pasando por el centro de Huesca. Allí, alguna vez parábamos a la ida o a la vuelta a tomar un chocolate con nata o una copa de nata a palo seco en la Granja Anita. Era algo sublime que no habíamos visto nunca en Barbastro. Faltaban siglos para que se inventaran los sprays que venden en los supermercados y que ahora conocen tan bien en la mayoría de bares y restaurantes. Allí tenían una máquina que hacía nata de verdad. Chantillí, le llamaba la gente fina. Un placer solo comparable a un buen chute de leche condensada directamente del tubo. Una locura.
Aunque ya digo que no siempre se paraba en Huesca. Siguiendo la ruta, lo que sí era obligatorio a esas alturas del trayecto, era la parada a media mañana en Las Parras de Zuera. Había un amplio aparcamiento de tierra y gravilla al otro lado de la carretera en el que siempre había montones de coches y camiones, señal inequívoca de los sitios en los que hay que detenerse, sí o sí, a reponer fuerzas. Se debía tener mucho cuidado al cruzar, pues también allí había muerto mucha gente atropellada, según decían. Y el sitio estaba siempre abarrotado. Pero valía la pena arriesgarse. ¡Ah, aquellos bocadillos de tortilla recién hecha! Creo que solo los que nos zampábamos con los amigos en el bar París de la calle Monzón, años después, alcanzaban ese nivel. Desde luego, es lo que requería un viaje de aquella envergadura. Así que, ya con fuerzas renovadas, encarábamos la última etapa hasta Zaragoza. Así, de tirón. ¡Bueno era mi padre con el seiscientos!
Aparcábamos el coche, no era cuestión de dejarlo por ahí en cualquier sitio, en el garaje de la Posada de las Almas, donde más tarde comeríamos el menú del día. Creo recordar aquel vetusto comedor iluminado con una gran vidriera de Los Borrachos de Velázquez. Un lugar mágico con más de tres siglos de historia que desgraciadamente cerró ya hace unos años y por el que todavía rondarán los espíritus de sus huéspedes, famosos toreros, artistas, políticos y hasta el mismísimo Goya, según las crónicas.
Y ya a pie, empezábamos el recorrido habitual por la ciudad. Las bombas del Pilar era lo que más nos interesaba a mi hermano y a mí. Después, las escaleras mecánicas del Sepu, donde además, siempre nos compraban alguna cosa. Luego, a Hierros Alfonso, en el Coso, la ferretería total, que sigue siendo hoy uno de los mejores lugares para encontrar cualquier cosa que uno necesite al modo tradicional, es decir, preguntando al personal de la tienda. Esta era siempre una visita obligada por motivos comerciales. Mi abuelo compraba allí, al por mayor, clavos, tornillos, etc., y él a su vez les suministraba, esto ya por Transportes Viñola o Casasnovas, mangos de guadaña y sillas plegables que "fabricábamos" en el taller familiar. Lo pongo entrecomillado porque yo, como ya he contado en alguna ocasión y para disgusto de mi abuelo y mi padre, pronto me declaré unilateralmente alérgico a la madera. Qué paciencia tuvieron conmigo.
Después de comer, paseábamos un rato por la calle Alfonso y entrábamos en los almacenes Gay, que también tenían escaleras mecánicas. ¡Qué maravilla! Luego comprábamos frutas de Aragón y adoquines de caramelo para algún compromiso, ya se sabe, lo normal cuando se viaja, y preparábamos la vuelta a casa, que mi hermano y yo haríamos medio dormidos después de tanta peripecia. Soñando con lo que íbamos a fardar al día siguiente con aquellas camisetas rojas con un escudo y aquellas cantimploras de plástico azul que nos habían comprado. Me río yo de Cancún. Aquello eran viajes.