lunes, 5 de agosto de 2024

Nacido en la calle Las Fuentes

Artículo publicado en el librito que edita cada año para las fiestas  la asociación de vecinos del barrio de San Joaquín de Barbastro. La calle Las Fuentes es una de las más  representativas del barrio y del propio municipio.


Yo nací en esta calle, en el nº 44 para ser exactos, y, para ser más preciso aún, en el dormitorio de mis padres, que estaba justo tras uno de los dos balcones de la fachada principal. Mi madre, con la ayuda de la comadrona, llevó el asunto razonablemente bien, según me contó, aunque desde que empecé a asomar la cabeza a primera hora de la mañana estuve remoloneando un buen rato, como me confirmó  Avelina, de “Casa Latre”, vecina y amiga de mi madre desde niñas, que estuvo esperando impaciente a ver si nacía. Había dejado abajo el carro lleno de  verduras para ir a su puesto en la plaza del Mercado, muy cerca  del sitio que hoy ocupa el monumento a las hortelanas, magnífica obra en bronce de José Noguero, oriundo por cierto de la misma calle Las Fuentes, donde su padre tenía una carpintería.

Por aquel tiempo, Antonio, padre de Avelina, estaba construyendo, pared con pared con nuestra casa, el edificio alto de pisos de alquiler por el que tantas familias de Barbastro y de fuera pasaron hasta principios de los 90. El mismo Antonio, al poco de nacer yo, fue el que oyó los gritos y saltó por el tejado hasta la falsa de  casa para auxiliar a mi madre, que, conmigo en brazos, intentaba defenderme del ataque furibundo de un gato que, no se sabe por qué, saltó sobre ella y sobre mí con una saña inusitada. Yo no sufrí ni un arañazo, pero mi madre estuvo tiempo recuperándose de las heridas que le provocó el animal. Me contó varias veces aquel extraño suceso, en el que el gato acababa dentro de un saco en el fondo del río Vero. En aquellos años no se andaban con chiquitas. 

Acabada la obra, los bajos se utilizaron mucho tiempo como vaquería, por lo que,  ya de chaval, mi madre me mandaba a diario a por la leche recién ordeñada. Para ello utilizaba el mismo cazo vitrificado, azul por dentro y marrón por fuera,  en el que  se herviría después. La propia Avelina se encargaba de llenarlo con una vetusta medida de medio litro que sumergía en la enorme lechera de aluminio que tenían en la cocina de casa. No resultaba muy cómodo transportar aquel recipiente casi lleno sin tapa y sujeto por un asa lateral que pesaba lo suyo, pero,  en compensación, una vez fría y azucarada, me solía  zampar, a cucharadas o sobre una rebanada de pan, la generosa cantidad de nata que se quedaba en la superficie tras el hervor. Una delicia.

Hablando de delicias, recuerdo perfectamente el intenso aroma a tomate que en verano inundaba la calle, especialmente cuando se embotellaba, con ayuda de un embudo y una  aguja gorda de las de hacer media. En aquella época no eran comunes los botes con tapa a rosca por lo que las botellas de vino o licores eran el único recipiente apropiado para conservar durante el resto del año aquellos excedentes de tomate. En mi casa no teníamos huerta, pero sí muchas familias amigas de la propia calle que nos suministraban de todo y en cantidad. ¡Qué suerte la nuestra!

Justo en frente del balcón que he comentado al principio,  donde pasábamos muchos ratos en verano con la persiana a modo de toldo, había un almacén del ayuntamiento en el que se guardaban los útiles de la limpieza urbana. Pasé horas mirando al personal que entraba y salía de allí con aquellas enormes y rústicas escobas y aquellos carros grises con cubos de cinc en los que se recogía la basura. No es de extrañar que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, dijera sin dudar: “barrendero”, lo que provocaba la lógica sorpresa de quien solo pretendía ser cortés, ante  mi madre o mi padre, con aquel crío cabezón y timiducho  que era yo.

Calle Las Fuentes desde el balcón de mi casa en los años 70. A la derecha, Casa del Guish, ya desaparecida, que lindaba con el almacén municipal hacia el que se dirigían los operarios del centro de la imagen


Otro de los entretenimientos en aquel balcón era ver el trasiego de remolques cargados de olivas, camiones cisternas y demás  que generaba el molino de Aceites Noguero, que estaba justo al lado del local del ayuntamiento. El intenso aroma de las aceitunas maduras rezumando su apreciado néctar  persiste en mi memoria tanto como el de los tomates, o el del pan con vino y azúcar en las tardes de verano. 

Está claro que no se es (o no se debería ser) más ni menos por haber nacido en un sitio o en otro, pero lo que sí es seguro es que el lugar y la época en que uno creció, sus gentes, sus circunstancias, conforman una parte importante de lo que uno acaba siendo.  Algo que permanece para siempre y que, en mi caso, me permite decir con orgullo: “Soy de Barbastro, nacido en la calle Las Fuentes”.

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