viernes, 22 de noviembre de 2024

¡Viva la música!

Acabo de encontrarme con este pequeño texto, muy apropiado para un día como hoy, que escribí en 2017 y que por algún motivo nunca llegué a publicar. Parece mentira lo que ha cambiado todo en solo  7 años; helaba en noviembre, y ¡se pirateaba música!

22 de noviembre de 2017

Lo que son las cosas. Esta mañana, sin haberme percatado de que se celebraba el día de Santa Cecilia, patrona de la música, me ha pasado  algo que... bueno, seguid leyendo y veréis de qué se trata.

Eran las ocho y media, hacía un frío intenso y me disponía a coger el coche que tenía aparcado en la calle San Joaquín de Barbastro. En esa calle, aun estando protegida del río por la calle de Las Fuentes, siempre se hielan los parabrisas de los coches en invierno. Y a pesar de que estamos en este otoño seco y más cálido de lo habitual, por las mañanas la rosada cae con la misma fuerza de siempre.

Así que he rebuscado en la guantera y he encontrado lo que necesitaba. Una vieja cinta de cassette que conservo exclusivamente para estos menesteres.
No se ha inventado nada como una cassette para rascar el hielo del parabrisas. Pero debe usarse como cuchilla la parte donde se lee la cinta magnética, con lo que tras la operación queda inutilizada como soporte musical. Pero quién, salvo algún nostálgico, utiliza las viejas cintas para oír música hoy en día.

Era una cassette TDK de las grabables, inocentes precursoras de la masiva piratería actual. No tengo ni idea de qué debí de grabar en esa cinta seguramente allá por los años 80. Quizá un LP de Boney M, o algo de La Orquesta Mondragón. No lo sé. Lo curioso es que pasados más de treinta años aquella música me ha vuelto a sacar de un apuro. Y siendo hoy el día que es,  quién sabe, quizá Santa Cecilia haya tenido algo que ver.


domingo, 20 de octubre de 2024

Barbastro - Zaragoza: el viaje

Este texto aparece en el libro Azules y Tierras. Barbastro y otros mundos. Un gran libro sobre la memoria en el que tuve el honor de participar junto a más de 160 firmas, muchas de reconocido prestigio, gracias a la inciciativa y coordinación de Juan Carlos Ferré y que se publicó en 2022 a beneficio de la Asociación Alzheimer de Barbastro Somontano.


Barbastro - Zaragoza: el viaje

Abril de 2021. Este fin de semana deberíamos haber ido a dar una vuelta por la casa de Barbastro. Con esto de la pandemia en un año casi no hemos aparecido por allí. Y hay que ir al pueblo de vez en cuando. Estuvimos hablando del asunto mi mujer y yo, pero ninguno de los dos mostró una urgencia excesiva. Total, que aquí nos hemos quedado. En Zaragoza.  Nunca he sido de mucho viajar.

Después de todo este tiempo casi sin salir de casa,  así como mucha gente está loca por tirarse a la carretera, a mi resulta que me da más pereza que antes  lo de hacer las maletas, coger el coche y todo eso. No sé si será una especie de síndrome de Estocolmo o qué. En fin. Quizá la semana que viene nos animemos.

Este asunto me ha traído a la memoria los viajes que hacíamos con mi familia a la capital maña cuando era yo un crío, en los 70. Íbamos una o dos veces al año. Era un viaje importante. Solíamos aprovechar el día de San Ramón del Monte, por ser fiesta local en Barbastro.  Mi madre, mi hermano y yo viajábamos detrás y mi abuelo Domingo al lado de mi padre que conducía su flamante 600 descapotable de color beige. Cuando veo uno de esos hoy, aparte de la ternura que me inspira,  me parece que estoy ante un coche de juguete. Solo meternos allí los cinco era ya una aventura. Y claro, el viaje era toda una odisea. 

Al pasar por El Pueyo mi madre nos hacía rezar un avemaría para que la Virgen nos protegiera de los peligros que nos esperaban. No era para menos. La  estrecha y bacheada carretera se las traía. Sobre todo en las empinadas revueltas de bajada y subida que había que dar hasta cruzar el puente sobre el río Alcanadre a la altura de Lascellas. Por lo que nos contaban, muchos coches, incluso autobuses, se habían despeñado por aquellos desfiladeros. Daba miedo. Pero pasado ese mal trago tocaba atravesar Angüés y después Siétamo. En el primero de estos pueblos se solía parar a la vuelta a comprar pan o pastillos en la panadería que había en la  misma carretera. Tenían mucha fama. Aunque, en cuestión de pastillos, que me perdonen, pero el de calabaza, que es el que más me gusta, no alcanzaba ni de lejos el punto del que hacían y hacen en la panadería Sierra de mi pueblo.  

Pero volviendo al viaje, al  rato estábamos pasando por el centro de Huesca. Allí, alguna vez parábamos a la ida o a la vuelta a tomar un chocolate con nata o  una copa de nata a palo seco en la Granja Anita. Era algo sublime que no habíamos visto nunca en Barbastro. Faltaban siglos para que se inventaran los sprays que venden en los supermercados  y que ahora conocen tan bien en la mayoría de bares y restaurantes. Allí tenían una máquina que hacía nata de verdad. Chantillí, le llamaba la gente fina. Un placer solo comparable a un buen chute de leche condensada directamente del tubo. Una locura. 

Aunque ya digo que no siempre se paraba en Huesca. Siguiendo la ruta, lo que sí era obligatorio a esas alturas del trayecto, era la parada a media mañana en Las Parras de Zuera. Había un amplio aparcamiento de tierra y gravilla al otro lado de la carretera en el que siempre había montones de coches y camiones, señal inequívoca de los sitios en los que hay que detenerse, sí o sí,  a reponer fuerzas. Se debía tener mucho cuidado al cruzar, pues también allí había muerto mucha gente atropellada, según decían. Y el sitio estaba siempre abarrotado. Pero valía la pena arriesgarse. ¡Ah, aquellos bocadillos de tortilla recién hecha! Creo que solo  los que nos zampábamos con los amigos  en el bar París de la calle Monzón, años después, alcanzaban ese nivel. Desde luego, es lo que requería un viaje de aquella envergadura. Así que, ya con fuerzas renovadas, encarábamos la última etapa hasta Zaragoza. Así, de tirón. ¡Bueno era mi padre con el seiscientos!

Aparcábamos el coche, no era cuestión de dejarlo por ahí en cualquier sitio,  en el garaje de la Posada de las Almas, donde más tarde comeríamos el menú del día. Creo recordar aquel vetusto comedor iluminado con una gran vidriera de Los Borrachos de Velázquez. Un lugar mágico con más de tres siglos de historia que desgraciadamente cerró ya hace unos años y  por el que todavía rondarán los espíritus de sus huéspedes, famosos toreros, artistas, políticos  y hasta el mismísimo Goya, según las crónicas.

Y ya a pie, empezábamos el recorrido habitual por la ciudad. Las bombas del Pilar era lo que más nos interesaba a mi hermano y a mí. Después,  las escaleras mecánicas del Sepu, donde además, siempre nos compraban alguna cosa. Luego, a Hierros Alfonso, en el Coso, la ferretería total, que sigue siendo hoy uno de los mejores lugares para  encontrar cualquier cosa que uno necesite al modo tradicional, es decir, preguntando al personal de la tienda. Esta era siempre una visita obligada por motivos comerciales. Mi abuelo compraba allí, al por mayor, clavos, tornillos, etc., y él a su vez les suministraba, esto ya por Transportes Viñola o Casasnovas, mangos de guadaña y sillas plegables que "fabricábamos" en el taller familiar. Lo pongo entrecomillado porque yo, como ya he contado en alguna ocasión y para disgusto de mi abuelo y mi padre, pronto me declaré unilateralmente alérgico a la madera. Qué paciencia tuvieron conmigo. 

Después de comer, paseábamos un rato por la calle Alfonso y entrábamos en los almacenes Gay, que también tenían escaleras mecánicas. ¡Qué maravilla! Luego comprábamos frutas de Aragón y adoquines de caramelo para algún compromiso, ya se sabe, lo normal cuando se viaja, y preparábamos la vuelta a casa, que mi hermano y yo haríamos medio dormidos después de tanta peripecia. Soñando con lo que íbamos a fardar al día siguiente con aquellas camisetas rojas con un escudo y aquellas cantimploras de plástico azul que nos habían comprado.  Me río yo de Cancún. Aquello eran viajes.


lunes, 5 de agosto de 2024

Nacido en la calle Las Fuentes

Artículo publicado en el librito que edita cada año para las fiestas  la asociación de vecinos del barrio de San Joaquín de Barbastro. La calle Las Fuentes es una de las más  representativas del barrio y del propio municipio.


Yo nací en esta calle, en el nº 44 para ser exactos, y, para ser más preciso aún, en el dormitorio de mis padres, que estaba justo tras uno de los dos balcones de la fachada principal. Mi madre, con la ayuda de la comadrona, llevó el asunto razonablemente bien, según me contó, aunque desde que empecé a asomar la cabeza a primera hora de la mañana estuve remoloneando un buen rato, como me confirmó  Avelina, de “Casa Latre”, vecina y amiga de mi madre desde niñas, que estuvo esperando impaciente a ver si nacía. Había dejado abajo el carro lleno de  verduras para ir a su puesto en la plaza del Mercado, muy cerca  del sitio que hoy ocupa el monumento a las hortelanas, magnífica obra en bronce de José Noguero, oriundo por cierto de la misma calle Las Fuentes, donde su padre tenía una carpintería.

Por aquel tiempo, Antonio, padre de Avelina, estaba construyendo, pared con pared con nuestra casa, el edificio alto de pisos de alquiler por el que tantas familias de Barbastro y de fuera pasaron hasta principios de los 90. El mismo Antonio, al poco de nacer yo, fue el que oyó los gritos y saltó por el tejado hasta la falsa de  casa para auxiliar a mi madre, que, conmigo en brazos, intentaba defenderme del ataque furibundo de un gato que, no se sabe por qué, saltó sobre ella y sobre mí con una saña inusitada. Yo no sufrí ni un arañazo, pero mi madre estuvo tiempo recuperándose de las heridas que le provocó el animal. Me contó varias veces aquel extraño suceso, en el que el gato acababa dentro de un saco en el fondo del río Vero. En aquellos años no se andaban con chiquitas. 

Acabada la obra, los bajos se utilizaron mucho tiempo como vaquería, por lo que,  ya de chaval, mi madre me mandaba a diario a por la leche recién ordeñada. Para ello utilizaba el mismo cazo vitrificado, azul por dentro y marrón por fuera,  en el que  se herviría después. La propia Avelina se encargaba de llenarlo con una vetusta medida de medio litro que sumergía en la enorme lechera de aluminio que tenían en la cocina de casa. No resultaba muy cómodo transportar aquel recipiente casi lleno sin tapa y sujeto por un asa lateral que pesaba lo suyo, pero,  en compensación, una vez fría y azucarada, me solía  zampar, a cucharadas o sobre una rebanada de pan, la generosa cantidad de nata que se quedaba en la superficie tras el hervor. Una delicia.

Hablando de delicias, recuerdo perfectamente el intenso aroma a tomate que en verano inundaba la calle, especialmente cuando se embotellaba, con ayuda de un embudo y una  aguja gorda de las de hacer media. En aquella época no eran comunes los botes con tapa a rosca por lo que las botellas de vino o licores eran el único recipiente apropiado para conservar durante el resto del año aquellos excedentes de tomate. En mi casa no teníamos huerta, pero sí muchas familias amigas de la propia calle que nos suministraban de todo y en cantidad. ¡Qué suerte la nuestra!

Justo en frente del balcón que he comentado al principio,  donde pasábamos muchos ratos en verano con la persiana a modo de toldo, había un almacén del ayuntamiento en el que se guardaban los útiles de la limpieza urbana. Pasé horas mirando al personal que entraba y salía de allí con aquellas enormes y rústicas escobas y aquellos carros grises con cubos de cinc en los que se recogía la basura. No es de extrañar que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, dijera sin dudar: “barrendero”, lo que provocaba la lógica sorpresa de quien solo pretendía ser cortés, ante  mi madre o mi padre, con aquel crío cabezón y timiducho  que era yo.

Calle Las Fuentes desde el balcón de mi casa en los años 70. A la derecha, Casa del Guish, ya desaparecida, que lindaba con el almacén municipal hacia el que se dirigían los operarios del centro de la imagen


Otro de los entretenimientos en aquel balcón era ver el trasiego de remolques cargados de olivas, camiones cisternas y demás  que generaba el molino de Aceites Noguero, que estaba justo al lado del local del ayuntamiento. El intenso aroma de las aceitunas maduras rezumando su apreciado néctar  persiste en mi memoria tanto como el de los tomates, o el del pan con vino y azúcar en las tardes de verano. 

Está claro que no se es (o no se debería ser) más ni menos por haber nacido en un sitio o en otro, pero lo que sí es seguro es que el lugar y la época en que uno creció, sus gentes, sus circunstancias, conforman una parte importante de lo que uno acaba siendo.  Algo que permanece para siempre y que, en mi caso, me permite decir con orgullo: “Soy de Barbastro, nacido en la calle Las Fuentes”.

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domingo, 14 de enero de 2024

El sueño de Dominic

Tras el éxito obtenido el año pasado con el cuento titulado "¡Chas!" este año he repetido con este otro. Esta vez, el tema era "inclusión y medio ambiente". 

Ahí va:



El sueño de Dominic



En un lugar recóndito del África Central. 2003.


Hacía unas horas que se habían apagado los motores. Un silencio bullicioso de humedad y vida volvía a llenarlo todo,  como si nada hubiera pasado, como si los bulldozers no acabaran de  rasgar con sus zarpas aquel bosque milenario. Una herida roja y profunda de barro y raíces sangrantes palpitaba  ante la mirada entre incrédula e indiferente  de monos, serpientes y otros habitantes de la selva. Dominic y los suyos, sin embargo, sí sabían qué significaba todo aquel desastre. Desde que llegaron las primeras máquinas que taladraban la tierra dos años antes todos decían que iban a abrir una mina para extraer la piedra negra. Cuando empezaran a machacar y lavar el mineral, el fértil valle en el que familias como la suya vivían de la mandioca, el  café, el azúcar, quedaría cubierto de un lodo oscuro que arruinaría sus tierras para siempre. Eso contaban que había pasado en valles vecinos.  Su padre y otros como él habían protestado ante aquel atropello, pero los soldados se los llevaron y nunca más se supo de ellos. Esa noche, Dominic sintió que aquella llaga en la jungla  se abría en su pecho con tal violencia que el grito que salió de su garganta acalló por unos instantes el estruendoso fragor de la selva.



Isla del Hierro. 2005


Por primera vez desde hacía mucho, al sentir la ropa seca y el abrazo de aquella mujer joven que lo miraba con ternura, Dominic se echó a llorar. Lloró durante mucho rato, hasta que los sorbos a un tazón de sopa caliente consiguieron serenarle. Cuando le preguntaron su edad, dijo que tenía 13 años, aunque no estaba muy seguro. Desde que tuvo que abandonar el poblado, su vida había sido tan desgraciada que  sobrevivir día a día e intentar salir de aquella miseria se habían convertido en su única y agotadora ocupación. Al poco, empezó a notar que el aire salado ya no le quemaba la garganta y vio que el sol volvía a brillar en el horizonte con aquella luz que le recordó a la que iluminaba la plaza de su aldea a la hora del recreo. Sí. Ahora podría volver a pensar en el futuro otra vez.



París. 2023


Agencia EFE.  El Dr. Dominic Rêveur, que dirige el departamento de desarrollo de  materiales para las nuevas tecnologías y el medio ambiente del prestigioso instituto INTCZ, cuyos laboratorios principales se encuentran en Zaragoza,  presentó ayer ante la comunidad científica los alentadores resultados que están obteniendo con los nuevos materiales sintéticos a base de carbono y sílice que sustituirán muy pronto a los que hasta ahora se extraían de minerales como el Coltán, que tantos desastres humanos y ambientales han generado y todavía generan en muchas regiones del mundo, principalmente en el África Central. 



Vuelo París Beauvais-Zaragoza. Horas más tarde


Dominic, reclinado en su asiento del avión, repasaba la parte final de la nota  que le habían pedido desde el Instituto para enviar a los medios:


…“Los avances científicos pueden ser y serán de gran ayuda para lograr un futuro mejor para la sociedad y el medio ambiente,  pero si estos avances no van acompañados de unas políticas valientes que favorezcan la verdadera cooperación y la paz entre los pueblos de la tierra, de muy poco servirán. Mientras nuestros dirigentes se dejen llevar por el egoísmo y los intereses económicos  en vez de dedicar su esfuerzo a luchar por la solidaridad entre las naciones y por la igualdad entre todas las personas, de poco valdrá todo el trabajo que muchas de estas personas hacen en el campo de la ciencia para que nuestros hijos puedan vivir en un mundo mejor, más humano y sostenible”.


Cerró el portátil y cogió el móvil. Había prometido  a su madre que la llamaría cuando acabara el acto y, con la vorágine de entrevistas y felicitaciones, todavía no lo había hecho. La pantalla negra reflejó su rostro cansado. Y durante un breve instante creyó  ver que los ojos que le miraban eran en realidad los de aquel niño asustado en medio de la selva. Miró por la ventanilla y allí seguía aquella mirada que ahora empañaba una lágrima  mientras la herida roja del atardecer se cerraba en el horizonte.


― Hola mamá. 


― Si. Todo ha ido bien.